Autor: Silvio Aristizábal Giraldo
Vivir en el campo en un país como Colombia es un riesgo, no solo debido a las condiciones de discriminación y vulnerabilidad en las que transcurre la vida de los campesinos, sino también a causa de la violencia generada por el enfrentamiento entre los diversos actores armados, los cultivos ilícitos, los proyectos de extracción minera, de hidrocarburos y de recursos naturales. Todas las variables consideradas para medir el nivel de desarrollo de los países, arrojan cifras negativas cuando se aplican a nuestros campesinos. Unos pocos ejemplos bastan para ilustrar esta afirmación:
– Más del 50% de los habitantes rurales del país están clasificados como pobres, excluidos de los escenarios de participación política, condenados a desempeñar papeles subordinados en el sistema productivo (como colonos o fuerza de trabajo) y sin que les sea reconocido su aporte a la economía nacional.
– En materia de tenencia de la tierra, el 52.2% del área rural está en manos del 1.15% de los dueños, mientras solo el 10% de dicha área se reparte entre el 78% de los propietarios. Como consecuencia de esto el índice Gini es de 0.87, lo que sitúa al país entre los más desiguales en materia de propiedad rural en América Latina y el mundo.
– El analfabetismo, que en las zonas urbanas es del 6%, en el campo asciende al 21%. Esto sin considerar el analfabetismo digital que se convierte hoy en otro indicador del desarrollo.
– Las políticas sociales no garantizan a los campesinos una educación pertinente y de calidad, igual acontece con los servicios de salud. Los campesinos tampoco son reconocidos como actores sociales con derechos para participar en los escenarios de representación política y en los proyectos de desarrollo nacional. Y, como si lo anterior no fuera suficiente, en las tres últimas décadas los pobladores del campo han sido víctimas del desplazamiento hacia los centros urbanos y las grandes ciudades, viéndose obligados a adaptarse a un medio que les ha sido hostil y cuyas dinámicas les son desconocidas.
Durante años se aceptó que solo el 25% de la población colombiana vivía en el campo, hoy se sabe que es el 31%, suma que asciende a 38%, si se tienen en cuenta los habitantes de las pequeñas cabeceras municipales.
No obstante la gravedad de esta situación, “en las últimas tres décadas la mayoría de los planes de desarrollo propuestos por los gobiernos nacionales han tenido dos tipos de fallas: (a) caracterizan mal al campesinado porque no intentan comprender cómo es su realidad y tienen poca o ninguna información estadística al respecto o, (b) simplemente lo ignoran, no lo mencionan ni lo tienen en cuenta como el actor social clave que es”. (http://www.pnud.org.co/sitio.shtml?x=67231#. UjIqw8ZWz0s)
Vivir – es decir envejecer – en el campo se torna así en una gran tragedia. Tragedia que golpea a todos los habitantes de las áreas rurales, pero de manera especial a los integrantes de los grupos étnicos, quienes, a partir de sus cosmovisiones han construido unos modelos distintos de relaciones sociedad/naturaleza, en las que el paisaje rural juega un papel fundamental. En estos grupos las mujeres sufren una triple discriminación: por ser mujer/indígena/negra/campesina.
Hay otro grupo para el que la vida en el campo es cada vez más difícil: las personas viejas, los mayores de 60 años, quienes construyeron su proyecto de vida en un determinado entorno, a cuya cotidianidad se sienten arraigados. Por esta razón se resisten a abandonar sus predios y prefieren permanecer en ellos o cuidando de sus nietos. Solo abandonan sus parcelas cuando la situación se vuelve insostenible y, entonces, entran a engrosar el número de desplazados. En la actualidad, los desplazados mayores de 60 años en Colombia, suman más de 250.000 personas, las cuales, además del desarraigo, se encuentran expuestas a una mayor vulnerabilidad ocasionada por condiciones de salud, dependencia, abandono y soledad.
Es urgente, por tanto, que el Estado colombiano diseñe y ejecute una política de reconocimiento de los pobladores del campo para garantizarles el derecho a envejecer (vivir) con dignidad.